Picapedreros

Desde Maquiavelo hasta Churchill, pasando por Talleyrand y por tantos otros, uno, lectura a lectura, concluye necesariamente que la política es un arte; un arte, además, parecido a la relojería, un mecanismo sumamente complejo lleno de piezas pequeñas, aunque las más vistosas sean las grandes, las que se perciben desde el exterior, las que no hace falta ser relojero para apreciar.

En todos los políticos que he conocido (de los que he sabido, vaya; conocer, lo que se dice conocer, creo que a ninguno) he buscado a ese relojero, he buscado esa capacidad para manejar eficaz y silenciosamentemente pequeñas piezas y lograr que todo funcione... precisamente como un reloj. En vez de eso, he encontrado, en la mayoría de los casos, vulgares picapedreros, individuos torpes y brutales, frecuentemente desertores de una profesión útil y de una vida productiva, ensoberbecidos por el ejercicio de un poder que han tomado siempre como omnímodo y al que han accedido generalmente de formas más que dudosas. No parece haber democracia ni juego de garantías cívicas capaz de modificar ese panorama.

También habrá que decir, para ser del todo justos, que en casos como el de España, de pueblos asimismo brutales, primarios, incultos y sórdidos, en los que se prefiere la pedrada al debate, parecería más adecuado el picapedrero que el relojero. Pero, en todo caso, nunca acabamos de saber cuál es la causa y cuál es el efecto. El caso es que es así.

El problema del secesionismo catalán y de la [falta de] respuesta del Gobierno español es exactamente eso.

Hace un par de días, la bronca mesetaria gubernamental subió un peldaño hablando de meter a la gente (concretamente a Mas) en la cárcel. Una barbaridad. Una barbaridad no el hecho intrínseco de meter a Mas en la cárcel -cosa que sería una estupidez al convertir en mártir a un señor más bien mediocre- sino en el hecho de ventear tal posibilidad llevando las cosas a un terreno improcedente. Al menos, de momento.

Ya hace muchos meses que vengo diciendo que oponer la legalidad como único argumento contra el secesionismo es una majadería. Es una actitud propia de picapedreros y, en definitiva, no es otra cosa que una banda de picapedreros el grupito este de Rajoy que está manejando el cotarro.

Sabemos perfectamente que la consulta es ilegal. Todos lo sabemos. Sabemos perfectamente que si Mas la convoca pese a tan notoria ilegalidad estaría incurriendo presumiblemente en delitos tales como la prevaricación y/o la sedición. Es, por comparar, como la policía: cuando un policía de paisano se dirige a un ciudadano, se identifica como tal policía y ya está; no le hace falta mostrar su pistola: el ciudadano ya sabe que la lleva y en qué condiciones puede/debe usarla.

Las armas pueden utilizarse como medio disuasorio en estrategia de defensa, estrictamente militar. Pero las armas, las de verdad, utilizadas en política, son una chapuza propia de analfabetos. Así las cosas y viendo la calaña del Gobierno español, es de temer que el día menos pensado amenacen con poner los tanques en el Segre. Nada daría más gusto a Junqueras y a las dos señoras de marras (Rahola aparte).

Mientras tanto, nadie (con excepciones: Societat Civil Catalana o, sorprendentemente, Susana Díaz, pero nadie del Gobierno o de sus proximidades) parece darse cuenta de que estamos ante un problema histórico que, con sus razones y sus sinrazones, viene de largo y va para largo, que no se va a solucionar mañana ni el año que viene, ni suspendiendo consultas, ni encarcelando a Mas, ni mucho menos concentrando a la Acorazada en Fraga. Parece que sólo preocupan las próximas elecciones mientras al soberanismo se le va dando la razón por silencio administrativo; denegatorio, pero silencio.

A nadie -con esas excepciones citadas y unas muy pocas más- se le ha ocurrido contraofertar con esa España posible y deseable por la que llevo tantos años clamando, tanto desde aquí como desde mi ya fenecido «El Incordio». Pero cuando digo contraofertar no hablo de discursos y de buenas palabras -que ya sabemos cómo acaban, sobre todo en este país- sino de proyectos constitucionales realizados con visión histórica de futuro (y no comarcalizando la demografía para que el mapa electoral nos salga favorable). Los socialistas no callan con su federalismo. Bueno ¿y? Porque, al igual que en un momento dado dije de la República, la palabra «federalismo», así, a palo seco, no me dice nada. ¿Qué federalismo? ¿Qué competencias regionales (y no pienso solamente en lo de simetría o asimetría)? Y, sobre todo: ¿en qué se diferenciaría -no hay manera de que lo expliquen con claridad- ese federalismo del estado autonómico, más allá de lo enunciativo? Hay que preparar un proyecto claro (que no permita veinte interpretaciones distintas y sucesivas, como ha pasado con la Pepa actual) en el que todos los pueblos de España puedan sentirse integrados; y un proyecto de alcance histórico real no únicamente duradero por la vía de la sacralización del instrumento legal.

Y así y todo. La renuncia gratuita por parte de una estúpida izquierda a conceptos como «España» o «hispanidad» (y, claro, a sus correspondientes símbolos), tenidos gilipollescamente por fachas, o el uso por parte de la derecha de esos mismos términos y símbolos no para asumir su contenido y su significado sino para azuzar la bronca, ha llevado a permitir indolentemente que en Cataluña se haya impartido impunemente una educación nacionalista llevada hasta extremos inauditos. Todo el mundo (lo de todo el mundo también es un decir) se resiente de la inmersión lingüística, pero eso no ha sido lo peor: en los últimos treinta años, a los niños catalanes se les ha enseñado un tebeo en vez de Historia y se les han inculcado una serie de fantasías eróticas como verdades evangélicas, lo cual afecta a toda la población catalana acrítica menor de cuarenta años. Es gravísimo. Y es gravísimo porque es así es real. Hay que volver grupas en este asunto, efectivamente, hay que cerrar el paso a esa nacionalización sistemática, al más puro estilo del lavado de cerebro. Pero esa es una tarea larga y difícil.

Porque, además, para emprender esa tarea hay que explicar la Historia -como hace el nacionalismo: algun dia serem lliures- con una proyección de futuro. La Historia es argumentaria: un pasado nos llevó a un presente, y ambos puntos delimitan una línea recta que nos lleva a un futuro definible, previsible en trazos gruesos, que luego se cumplirá o no (el determinismo es absurdo) pero que traza una dirección y un destino claros. La historiografía del tebeo catalán ha hecho -y ha hecho bien- ese trabajo porque, señores, el nacionalismo catalán, el separatismo, en definitiva, tiene un proyecto. Será todo lo que tú quieras (y más que le añado yo) pero tiene un proyecto cierto. La historiografía española, en cambio, cuando proyecta hacia el futuro, sólo es capaz de ofrecer como resultante una triste, cutre, patética y putrefacta Constitución (véase la argumentación de Bono contra Maragall, y, encima, le aplauden hasta con las orejas). Y todo lo que se le ocurre a la mediocridad pepera para enmendar el problema educativo que se vive en Cataluña es lanzar al impresentable de Wert y su vamos a españolizar a los niños catalanes. No me hagas reir, inútil, no me hagas reir y, sobre todo, no me obligues a calificarte como te mereces.

Cataluña debe ser comprendida y amada. Con hechos, con realidades, no de boquilla, como hasta hoy (y eso los que, al menos, han tenido la consideración de guardar las apariencias). Si se quiere que Cataluña sea España -como debe ser- España tiene que considerar a Cataluña como parte suya, no como un apéndice integrado por necesaria uniformidad reglamentaria, no, -al estilo quevedesco- como una Portugal que («menos mal») no logró marcharse. Sólo así se pone la primera piedra -sólo la primera, ojo- para que se produzca una sólida corriente en sentido inverso. Y, a partir de ahí, hay una lengua que España debe asumir como propia y, a ver cómo lo digo..., una metodología vital... una forma de ver la vida y de hacer las cosas que se nos debe dejar llevar adelante. Es difícil definir esa forma de ver la vida y de hacer las cosas, pero, para entendernos, digamos que es aquel intangible que hacía que, antes de que viniera el nacionalismo a enmerdarlo todo, en toda España se creía sinceramente no sólo que Cataluña era la región más europea sino, durante mucho tiempo, la única región verdaderamente europea. Esto nos lo hemos oído los catalanes durante mcuhísimos años (además de otras cosas mucho menos halagadoras, pero esa ya es otra cuestión... ¿o quizá... no?).

Los catalanes necesitamos espacio, necesitamos controlar nuestro entorno para poder desarrollarlo como necesitamos. Los catalanes no podemos sufrir barbaridades como la doble mofa y befa que sufrimos con el AVE (hablo del AVE porque es el ejemplo más sangrante y más claro, no necesariamente el peor): doble, porque primero fue el relegarnos en su primer tramo; y segundo, el tango que se montó cuando por fin se construyó el Madrid-Barcelona. No es solamente un problema de dinero efectivo, propiamente: los nacionalistas utilizan la chorrada esa de las balanzas fiscales, como si a las cifras no se les pudiera hacer decir lo que se quiere a gusto del consumidor; pero a mí, y a muchísimos catalanes, que el control del aeropuerto del Prat (y obvia, pero secundariamente, también Reus y Girona) lo tenga una entidad estatal y no local, nos corroe (además, el modelo AENA es exclusivamente español: la mayoría de los aeropuertos europeos, en tanto que vectores económicos -el control aéreo ya es otra cosa- están regidos desde las ciudades o regiones a las que sirven). Y jugadas como lo del Corredor del Mediterráneo, que dos partidos, dos, quisieron escamotearnos y que sólo se salvó porque la Unión Europea no quiso entrar en el juego sucio ni en el radialismo porque sí, hace separatistas por batallones.

El problema, esto debe quedar muy claro, no está sólo en Cataluña, y mientras fuera de ella no se vea esto, la solución no va a llegar. Y el tiempo trabaja contra la unidad de España, también conviene no olvidarlo.

Lo que sí hay que olvidar son las cárceles. Bueno, quizá no: quizá serían útiles para meter en ellas a los imbéciles. A los imbéciles (o a los picapedreros) de todas las regiones y nacionalidades. Oye, pues quizá así sí que empezarían a arreglarse algunas cosas...
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