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Transiciones

Ayer sostuve un microdebate con un seguidor de Twitter (nos seguimos mutuamente, vaya).

El contexto inmediato era la corrupción, pero el contexto general era, en cierto modo, qué habría que hacer para cambiar este país. Yo sostenía que un cambio sistémico: ya es sabido que sostengo que el últimamente llamado régimen del 78 está en pleno naufragio, un naufragio tan brutal que pocos restos podrán aprovecharse de él, por lo que soy partidario no de una reforma constitucional (eso sería ponerle paños calientes a esa triste Pepa putrefacta), cosa quizá posible hasta hace unos no muchos años, sino una nueva Constitución, una Constitución que tendría que plantear con ánimo no de perpetuidad -eso sería una estupidez- pero sí en el muy largo plazo qué diseño de país queremos. Y ello implica debates duros: la forma básica de Estado (lo de monarquía o república, para entendernos), la estructura territorial, los principios económicos y políticos, las libertades cívicas -con las tecnologías bien presentes-, la organización política y jurisdiccional y el etcétera que cabe suponer. Pero es que, además, habría de plantearse de forma tan clara que, salvando los mínimos interpretables inevitables en Derecho (el Derecho es un producto humano y, por tanto, imperfecto) no diera lugar al cutre espectáculo que hemos vivido con la actual que ha tenido ya no interpretaciones sino lecturas. Y no pocas, además. Lo cual constituye un cachondeo intolerable.

En fin, de todo esto habría que hablar como para escribir varios libros y ello aún antes de meternos en harina, pero me basta dejarlo así, no sin advertir que, además de lo anterior, el leit motiv de un nuevo texto constitucional habría de fortalecer la sociedad civil y hacerla efectivamente -no simbólicamente- partícipe de la vida política, más allá de votar cada cuatro años.

Reconozco que esto tiene un problema: ¿quién iba a redactar esta nueva Constitución? ¿Quién la iba a promover? ¿Quién la iba a negociar en representación de toda la ciudadanía? ¿Los políticos actuales, es decir, la Casta?

Mi contertulio, al que no conozco personalmente pero que imagino joven, planteaba unas alternativas muy difusas -y bastante temibles, a mi modo de ver, en aquello que no tienen de difuso- contenidas en la expresión «Derribo de un régimen, empoderamiento ciudadano y, entonces sí, proceso constituyente». Yo hubiera querido pedirle que me aclarara un poco más todo esto, pero, con la limitación de 140 caracteres de Twitter, debatir a fondo estos temas es demasiado. Porque en cualquier parte, pero sobre todo en España, lo de derribo de un régimen y empoderamiento ciudadano me suena a FAI que te cagas. Y que conste que el anarcosindicalismo -no la vacua acracia- no me resulta en absoluto antipático, por más que no acabo de verlo viable, pero algunos de sus planteamientos teóricos son muy apreciables y quizá todavía aprovechables. Algunos. El problema es que «derribo de un régimen y empoderamiento ciudadano» suena mucho a masas ácratas desencadenadas y ya sabemos lo que eso significa (y no sólo por la Historia de España). La acracia en la calle no ha sido nunca sino el prólogo del advenimiento de un salvapatrias que, con el pretexto de «poner orden», acaba imponiendo el suyo sin contestación posible.

Las revoluciones que acaban siguiendo su más o menos recta senda siempre han sido inspiradas y dirigidas por una élite: intelectual casi siempre y burguesa siempre, constatación que, de buen seguro, no le va a gustar nada a mi contertulio, pero ahí tiene el libro de Historia, una referencia frecuentemente olvidada. Que yo recuerde, no hay constancia en la Historia universal, de una revolución espontánea, con una dirección asamblearia o autogestionaria, que haya triunfado a medio o largo plazo. Ha habido, sí, algaradas, revueltas -masivas, incluso- espontáneas, pero o bien han acabado ahogadas en su propio desorden o en sus propias contradicciones o bien han sido reconducidas por minorías elitistas que, según el caso, las han llevado al éxito o al fracaso.

El régimen del 78 demostró, por otra parte, que una Casta puede, en determinadas circunstancias, alumbrar un proyecto nuevo, bueno y apasionante. Se dirá que de ahí salió el fiasco de ahora, pero la Pepa actual respondió, en un principio, a lo que podríamos considerar como proyecto nuevo, bueno y apasionante. Con sus defectos, claro. Algunos se vieron en aquel mismo momento, pero otros han tardado años en aparecer y son más debido al transcurso de esos años que a los intrínsecos de aquella (esta) Constitución. Uno de sus peores males ha estado, precisamente, en mantenerla sacralizada, evangélica e inamovible y mira como está ahora.

Con la transición, los partidos victoriosos en las elecciones (perfectamente democráticas, tengo que recordar) de junio de 1977 redactaron una constitución a su medida. Conviene recordar también, incidentalmente, que las elecciones de 1977 fueron posibles porque la Casta vigente hasta entonces -la franquista- accedió a la reforma política y que las instituciones franquistas se suicidaron y permitieron que el proceso democrático se llevara a cabo dentro de la legalidad (hubo que hacer algún encaje de bolillos jurídico pero, básicamente, fue un proceso plenamente legal). Después, los partidos políticos victoriosos resultaron unos perfectos sinvergüenzas que se repartieron el botín político de la España que nacía, es cierto, estableciendo un sistema de poder omnímodo para sí mismos. Pero quizá habrá que recordar que no se podía hacer mucho más al respecto con una sociedad civil prácticamente inexistente como tal, con una desorientación política absoluta y una falta de educación democrática total; si los partidos no hubieran podido tener un férreo control del acontecer político, la transición y, obviamente, España misma, hubiera acabado muy mal; tan mal como aparecería en nuestras peores pesadillas. Dicho de otra manera: el mal no estuvo, en aquel momento, en que los partidos se constituyeran en poder omnímodo sino en la felonía de los mismos. La Constitución de 1978 estuvo bien para los primeros diez años. El mal estuvo en los siguientes veintiséis años en los que la Casta, con el machito bien agarrado, se negó en redondo a la menor actualización de la Constitución -salvo en dos casos y uno de ellos más que lamentable, un verdadero ciudadanicidio- y se entregó a los abusos que hoy son públicos y notorios.

No se puede juzgar la transición con la vista puesta en 2014. En 1977, las cosas no eran tan fáciles ni tan reducibles al «blanco o negro».

Por lo mismo, pues, que hubo que organizar el tinglado del suicidio de las instituciones franquistas, que admitir a los factótums franquistas en el nuevo proyecto, que dictar una amnistía pensando más en ellos que en los otros (aunque todos se beneficiaron por igual de ella) sin la cual no hubiera sido posible seguir adelante, tendríamos que organizar algo parecido (efectivamente, una segunda transición, como decía mi contertulio) a partir de la Casta actual. Porque las rupturas sin alternativa inmediata de repuesto conducen al caos absoluto, al desorden total, y porque sólo a partir de la legalidad es posible construir civilizadamente. La ausencia de legalidad es, pura y simplemente, barbarie.

Es fácil caer en la tentación de decir que la legalidad es una mierda, es fácil caer en la demagogia de que la legalidad no puede estar por encima de los deseos del pueblo, como arguye ahora mismo el independentismo catalán y como han argüido siempre todos los redentorismos que han acabado con el país a tiro limpio. La legalidad puede tener todos los defectos que se quiera y más, ciertamente, pero sin ella... ¿quién se arroga la legitimidad? ¿Quién puede decir y con qué autoridad moral por dónde se ha de ir? ¿Quién se arroga representaciones y a través de qué mecanismos? (y que no me hablen de asambleas, por favor). Podemos -aunque a mí no me guste mucho, o prácticamente nada- es una muestra palpable de la posibilidad de reconducir radicalmente un estado de cosas por la vía de la legalidad; que yo sepa, Podemos actúa dentro de ella. Luego veremos lo que sabe hacer, si llega el caso, pero esa ya es otra cuestión. Pero Podemos, en todo caso -y si llega a triunfar plenamente- sería una excelente muestra de cómo descabalgar a la Casta democráticamente y en el estricto y más limpio cumplimiento de la ley. Y ojalá no suceda con Podemos, pero como muestra de lo que digo, es perfecto.

En la transición hubo mucha tinta negra, es cierto, y mucho papel corriendo por debajo de la mesa, también es verdad. Y mucho humo, y mucha luz de gas. ¿Podía haberse hecho mejor? Desde luego. Y en su día hubo mucha gente que clamó por que se hiciera mejor y planteó alternativas serias, estudiadas, y se hizo desde posiciones ideológicas distintas y, en ocasiones, diametralmente opuestas. Pero no tan mejor como ahora, treinta y seis años años después, pretenden algunos -generalmente menores de cuarenta años- en lo que a mí me parece un ejercicio de ignorante soberbia.

La transición con todos sus defectos, con todas sus lacras (pero las de entonces, no las de 2014) fue, si lo comparamos con sus posibles alternativas, un ejercicio de una asombrosa lucidez para haber sido hecha en España, en una España bastante negra forjada en tres ominosos cuartos de siglo.

La transición, hasta que venga alguien a demostrar lo contrario o a hacerlo mejor -cosa esta última que anhelo con impaciencia-, es la obra política más seria que ha parido este país en toda su Historia contemporánea. Ojo, que no es poco.

Y si a alguien le parece que, con esta opinión, escoro a la derecha, haré lo mismo que cuando alguien opina que escoro a la izquierda: desearle al opinante un feliz paseo por la sombra.

El primo de Zumosol

Cuando uno entra en un conflicto, sea cual sea su intensidad (desde una guerra hasta una discusión vecinal), y en proporción a la misma, debe tener en cuenta, entre otros, un par de factores esenciales: uno, que es de cajón, medir bien la potencia del adversario o enemigo; otro, una vez iniciado el conflicto o en sus prolegómenos, no creerse jamás la propaganda, ni la del enemigo, ni menos aún la propia.

El independentismo catalán la ha pifiado en ambas.

El independentismo catalán ha vendido a sus acólitos que España es una nación de opereta (eso cuando no le ha negado redonda y directamente su cualidad de nación), cutre, folklórica, ridícula, miserable, arrastrada, maligna y demás. Bueno, eso puede formar parte de la propaganda de guerra. Hasta aquí -sólo hasta aquí- digamos que está bien.

Lo malo es que el independentismo catalán se lo ha creído. Y como se lo ha creído, se ha lanzado de cuernos contra el adversario. Y ya se está estrellando. Y aún no se la ha acabado de pegar del todo.

A España pueden caricaturizarla como quieran. Y es cierto que España tiene algunas particularidades ridiculizables, como las tiene cualquier país (Cataluña incluida, por cierto). Pero España es un país de la Unión Europea y es un país de los importantes; es su cuarta o quinta economía, el cuarto o quinto más poblado, el segundo o tercero más extenso. Dos de sus bancos, por ejemplo, están en lo más alto del listado europeo y en zonas asaz altas también en el mundial. Hay multinacionales españolas muy potentes, capaces de codearse tranquilamente con las más caracterizadas del mundo. Tiene una zona de influencia cultural y comercial (Hispanoamérica) vasta e importante. Su idioma común, el castellano, es la segunda lengua más hablada en el mundo, después del chino. Su ejército es pequeñito, aunque su Armada es también la tercera o cuarta más potente de la UE y su Fuerza Aérea por ahí se anda. Y he sido conservador en las comparaciones: seguramente me quedaré más corto que la realidad. Aunque España ha sufrido un severo declive en este ámbito, continúa siendo una de las potencias industriales del mundo, de las primeras en el grupo de los medianos. Sus índices de desarrollo la situan plenamente -pero plenamente, sin matiz alguno- en el primer mundo; y ahí seguirá porque la crisis actual, por más que realmente profunda y muy bestia, no durará ya mucho (otra cosa es lo que tardemos en levantar cabeza los ciudadanitos) y las cifras que han retrocedido volverán a estar en su lugar antes de transcurridos los próximos cinco o diez años.

Si le faltara Cataluña, Ex-paña sufriría un duro golpe: perdería el 18% de su población y el 20 o 22% de su economía; aún así el 80% restante, aunque algunos peldaños más abajo, seguiría siendo suficiente para constituir una potencia estimable.

Economía aparte, España tiene problemas estructurales importantes que hay que arreglar: una sociedad civil poco y mal articulada y un sistema político obsoleto y decadente que, al presente, se halla indudablemente en fase de descomposición, de hundimiento. Pero el país tiene energías sobradas para recomponer lo segundo y para entrar por el buen camino en lo primero y resolverlo a medio plazo.

Los independentistas, sin embargo, se han quedado con la charanga y pandereta, han tomado lo coyuntural por estructural o crónico (la crisis económica y, sobre todo, la política), han olvidado lo demás, y así les luce el pelo.

España tiene un servicio de inteligencia (el CNI) del que, con alguna frecuencia, sobre todo cuando trasciende alguna metedura de pata, nos reimos y lo asimilamos a la TIA, a Mortadelo y Filemón y a cualquier otra caricatura del imaginario ad hoc. Es cierto que no está -o no creo que esté- a la perfecta altura del SIS británico o del SDECE francés, pero tampoco se halla, ni mucho menos, a años luz de ambos: es una organización sólida, profesional, sus miembros (militares, en importante proporción) conocen su oficio y tienen muy claro a quién sirven (al Estado, por si las dudas).

Uno se pregunta cómo los estrategas del independentismo (si es que el independentismo tiene tal cosa) se han dejado deslumbrar por las tonterías de su propia propaganda y no han tenido en cuenta factores como los antedichos. Porque lo cierto es que, tan pronto se han enfrentado al Estado español, han empezado a recibir tortas como si no tuvieran bastantes carrillos. Y encima se quejan.

Cuando estalló el escándalo Pujol (Oriol), ya hubo quien torció la nariz y empezó a olerse la intervención de los servicios gubernamentales españoles como represalia (o como contraataque) al desafío independentista. Esta sospecha -acaso no infundada- se convirtió para muchos en constatación cuando estalló el pasado julio es escándalo Pujol (Jordi, padre) y se convierte en algo de cajón al estallar hace poco el escándalo Pujol (Oleguer). Y muchos se barruntan que el que puede ser el próximo escándalo catalán (Trias) tenga el mismo origen y la misma causa. Y desde hace tiempo hay rumores sobre Mas y una confesa cuenta en Suiza de presunta titularidad paterna. Ya gestionará Mas sus propias tranquilidades e intranquilidades, pero yo no las tendría todas.

¿Y qué esperaban? ¿Esperaban que un Estado puesto ante un conflicto no fuera a reaccionar? Sí, Rajoy es un mindundi lamentable, pero Rajoy no es el Estado: Rajoy es una parte del mismo. Y el Estado tiene recursos e iniciativa propia más que sobrados para reaccionar -y reaccionar muy duramente- aunque el presidente del Gobierno sea un pobre pisacharcos.

No voy a aplaudir -en términos éticos- que un estado se reserve una información de interés público y que encierra la posible comisión de graves delitos financieros para utilizarla como chantaje o como forma de amordazar al enemigo, pero las cosas, en la política, en la guerra, en el mundo de la inteligencia, funcionan así y quien lo ignore y crea que la ética puede ser una barrera para un estado puesto en cuestión es, simplemente, imbécil. Y averigua qué más tendrán guardado todavía.

Ahora -ayer- el Gobierno ha anunciado que impugnará el botifarrèndum del famoso 9-N. Yo creo que comete un error porque eso es darle importancia a lo que no es sino una charlotada que mueve más al cachondeo que a otra cosa, aparte de que su valor político -ya pueden vestir a la mona como quieran- hubiera sido igual a cero. Pero, bien, así están las cosas.

ERC, Junqueras y sus llantos radiofónicos claman por lo que se ha dado en adornar con el acrónimo de DUE, es decir, la declaración unilateral de independencia. Y yo me pregunto... ¿cómo la escenifican, esa DUE? ¿Irán los Mossos d'Esquadra a tomar el aeropuerto, por ejemplo? ¿Y qué ocurrirá -porque ocurrirá, si llega el caso- cuando la Guardia Civil los barra de allí con mejores o peores modos? ¿Echarán a los catalanes a la calle a luchar contra las fuerzas del Estado opresor? ¿A cuántos catalanes?

Me parece que no han diagnosticado muy bien el panorama. Una cosa es conseguir que unos centenares de miles de ciudadanos se echen a la calle a celebrar un happening de tanto alivio para su cabreo y otra muy distinta es una revuelta callejera en serio. Me parece que esto es mucho esperar de una ciudadanía incapaz, en su aburguesada molicie, de sacrificar siquiera una mínima parte de su comodidad en un boicot con el que defenderse de los abusos cotidianos con que le putean (el Gobierno español... y también -y no poco- el catalán). Las «Vs» y las «cadenas» me recuerdan mucho a aquellos números que montaba Juan Pablo II, que llenaba estadios y praderas con decenas ¡centenares! de miles de jóvenes, con mucha guitarra y mucho kumbayà, pero después era incapaz de meterlos en una iglesia.

En otras tristes palabras (me revienta mucho aludir a aquella época, pero la Historia es implacable): si llegaran a su DUE, demostrarían no haber aprendido nada de 1934. Y terminarían, seguramente, de parecida forma.

Este fin de semana, leía que, con ocasión del partido de fútbol entre el Barcelona y el Madrid, Florentino Pérez et alter habían convocado una cena de empresarios -de empresarios potentes- de toda laya regional -catalana incluida, y no precisamente en último lugar- para, escondidos tras el pretexto del partido, reunirse y analizar el desafío independentista y estudiar el mapa político electoral catalán previsible tras las elecciones, primeramente, municipales. Bueno, dicho sin tanto rocambole y en plata, cómo podrían evitar la toma del poder real en Cataluña por parte de ERC, perspectiva que les tiene aterrorizados. Yo, de ERC, me preocuparía, y mucho, si tuviera a ese gremio enfrente, pero allá ellos. Pero pueden seguir en su ensoñación de sus mundos de Yupi.

O, a lo mejor, lo que pretenden es otro 1714 -incluida la falsificación de lo que realmente ocurrió en 1714- para tirar trescientos años más con la llorera y el espanyaensroba.

Pues que les aproveche.

Las cifras de la hispanidad

Es la hora de los números. Me refiero, casi huelga decirlo, a la manifestación hispanista de ayer en la plaza de Catalunya, en Barcelona.

Yo no pude acudir -bien que lo sentí- por causa de mi lesión. Todavía estoy lejos de hallarme en condiciones de estar de pie mucho rato y menos aún de caminar más allá de unas pocas decenas de metros de una sentada, así que una manifestación, por más tranquila y festiva que fuera -como, efectivamente, fue la que nos ocupa-, es algo hoy todavía impensable para mí. Pero sí fueron mis hijas, y sí fueron varios amigos míos, entre ellos gente centrada, de la que no se deja llevar por la euforia ni por la manipulación numérica. Las impresiones de estos amigos y de mis hijas son unánimes: más o menos -millar arriba, millar abajo- la misma cantidad de gente que el año pasado. Unos y otras, repito, son de mi absoluta confianza en el ámbito del que hablamos.

Sorprendentemente, la Guàrdia Urbana, que el año pasado cifró la concurrencia en 30.000 personas, este año la elevó en una proporción importante: 38.000 (casi un 25% más), lo que significa que, en esta ocasión, o bien ha exagerado (si utilizó los mismos criterios de cuantificación del año pasado) o bien los ajustaría un poco, dado que el año pasado se quedó excesivamente corta, y los ha acercado más a la realidad. No lo sé.

En cuanto a los media, me quedo con dos titulares: el de «El Periódico», «El 12-O se estanca» y ¡atención! el de «Vilaweb», «Societat Civil Catalana, PP i C's fracassen en l'intent de mobilitzar l'unionisme». Vilaweb, sectario, como siempre, cuando trata del hispanismo, ha tenido con este titular un patinazo porque, sin quererlo -sin quererlo, en absoluto-, ha dicho una gran verdad implícita: ayer, en la plaza de Catalunya no estaba ni mucho menos todo el hispanismo (evidentemente, lo que pretendía Vilaweb era decir que el hispanismo -unionismo, lo llaman ellos- no da para más, pero esta vez la han pifiado solitos).

Efectivamente: el 12-O se estanca y SCC, PP y C's fracasan en el intento de movilizar al hispanismo. Y, efectivamente (y esta es la cuestión), todo el hispanismo de izquierdas, temeroso y desorientado y yo me atrevería a decir que mayoritario (pura percepción sin prueba de constatación alguna más allá de las cifras electorales desde hace treinta años), se quedó en casa.

¿Por qué se quedó en casa? Lo he dicho: por una parte, temeroso. Temeroso de encontrarse con una fiesta de la derecha y de sus sectores acaso más cavernícolas. Y es un temor fundado. Yo mismo, siempre que voy a estas movidas, me encuentro identificado con la gente que acude en el hispanismo propiamente dicho, pero, generalmente, en nada más. Con algunas excepciones, que afortunadamente las hay y no cuesta mucho encontrarlas, la mayoría de la gente proviene de sectores -ideológicos o sociológicos- del clericalismo más cerril, del españolarrismo más ciego o de ámbitos de la derecha más europeizados, más liberales, pero derecha a fin de cuentas. En el fondo, es curioso constatarlo, la perfecta simetría de los otros, de los independentistas que, por su parte, pero en el otro extremo, cojean de lo mismo.

Por otra parte, el hispanismo de izquierdas sufre de una tremenda desorientación. Una, inmediata, la muy confusa y bamboleante posición del PSC que, por más que de cuando en cuando salga por la petenera federalista, nadie -yo creo que ya ni los suyos propios- sabe a qué está jugando; o, bueno, la izquierda de la señorita Pepis, ya sabéis de quién hablo, tan bamboleante o más que los socialistas, pero en plan la puntita nada más, aunque con lo de esos ya cabe contar, no sorprende tanto como en el caso del PSC. Y otra, mediata, más de fondo, que es, efectivamente, histórica. Y esta es grave, muy grave.

Hay una característica muy particular en los conflictos civiles españoles: negar la españolidad al del bando contrario. Evidentemente, este sentimiento se exacerbó brutalmente en la última guerra incivil, por lo de siempre (la justificación de que no es una guerra entre hermanos sino contra diablos, contra herejes, o contra lo que sea, que no son ni pueden ser españoles) pero, además, por la particular circunstancia histórica de que un importante sector del bando perdedor se dedicó a hacer el imbécil gritando «¡Viva Rusia!» y llenándose de iconografía soviética (Lenin y Stalin; curiosamente, Marx salía más bien poco o, en todo caso, mucho menos), aparte de toda la coreografía de Internacionales diversas (cada facción tenía la suya), con lo cual cedieron alegremente la hispanidad al bando opuesto. Que, loco de euforia, se la apropió no menos alegremente.

El franquismo llevó al último extremo esta negación de la hispanidad del enemigo y la rotunda e inapelable afirmación de la propia, y lo del último extremo llega a lo cronológico, es decir, hasta el último momento. Recordemos el testamento político de Franco: «Creo y deseo no haber tenido otros [enemigos] que aquellos que lo fueron de España». O sea, sus enemigos eran enemigos de España ¿de qué otro modo podría ser sino?

La izquierda pudo aprovechar la transición para reivindicar como suya -no como exclusivamente suya, sino compartida con todo el pueblo español- esa hispanidad. Pero no. En lugar de eso, se alejó más todavía de ella, también consideró, a su vez, que la hispanidad, el hispanismo, eran cosas del franquismo. Nunca se vio una bandera española en un acto del PSOE o del PCE; mientras que, al contrario, se prodigaban -en una apropiación indecente y, desde luego, formalmente exagerada- en todos los actos y manifestaciones de la derecha. La idea, pues, quedó implantada en ambos bandos: para unos, el hispanismo, los símbolos nacionales, son fachas; para otros, sólo se puede ser español si se es de derechas: ¿cómo va a ser español un ateo, un comunista, un socialista, un republicano? ¡Jamás!

Ahora ha venido el independentismo y ha puesto en jaque a la entera hispanidad de todos: de derechas, de izquierdas, de centro y de p'adentro. El independentismo no discrimina: en el fondo, tan repugnante le resulta la España de derechas como la España de izquierdas. Y la España de izquierdas se encuentra patidifusa y sin saber qué hacer. Por un lado, se rebela contra el independentismo (como es lógico); por otra, le han enseñado que la bandera española, el concepto de Hispanidad, el hispanismo como actitud, son cosa de fachas. Se convoca un acto -importante, en fecha importante y en circunstancias históricas importantes- de reivindicación de lo hispano, de reclamación de la unidad contra el independentismo, ve que lo convocan varias entidades y lo apoyan los partidos de la derecha, mira a sus propios partidos y... no obtiene respuesta (el PSC, habiendo sido invitado, rehusó formal y expeditivamente participar en él). Rechazando a la derecha y rechazado por la derecha, el español de izquierdas se queda en casa, como he dicho, temeroso y desorientado.

Por eso tiene razón «Vilaweb» en su literalidad: SCC, PP y C's fracasaron ayer en el intento de movilizar al hispanismo. Y por eso tiene razón el titural de «El Periódico»: el 12-O se estanca. El hispanismo de derechas y el muy minoritario hispanismo de los que, por encima de la repulsión hacia o no comunión con la derecha, pensamos que España es lo primero, no damos ya para más. Ahí estamos todos, hemos alcanzado la cima numérica y nunca pasaremos de llenar la plaza de Catalunya. Si se le quiere dar un golpe numérico al independentismo, hay que movilizar a esa izquierda hispana, que existe y que es numerosísima; sabemos que lo es y sabemos dónde está, no le hacen falta autocares que recorran centenares de kilómetros: puede venir en metro.

Pero es un trabajo arduo que requiere la renuncia y la generosidad de amplias capas que, por negligencia o por ignorancia, no son capaces de llevarlo adelante. Y, suponiendo que se pusieran a ello, tardarían años en conseguirlo.

Si algún día el independentismo llegara a lograr sus fines -no será ahora, desde luego, pero nunca se sabe y el futuro es muy largo- mediten tanto las derechas como las izquierdas su parte de culpa, que es la misma. Y que, como queda dicho, es gravísima.

Un punto final que no termina nada

El lío en el que está metido Artur Mas es de campeonato, enorme. Lo grande, claro, es que se lo ha buscado él sólo. Y a sabiendas: no creo que los que desde hace muchísimos meses veíamos venir este follón -que no callejón- sin salida, seamos más listos que él. Siempre he creído que cuando metió la pata adelantando las elecciones para tratar de capitalizar la oleada independentista (que ya a priori fue un error tan evidente que lo percibimos muchísimos) y ante los resultados de aquellos comicios, debió dimitir: un fracaso así no permite la continuidad política. Dimitir entonces hubiera sido mucho más elegante que el triste y cutre entierro político (porque, morir, ya hace dos años que murió) que le espera ahora.

Con respecto a Rajoy, tengo ideas -más que sentimientos- encontradas. Lo he dicho muchas veces: por una parte, guardar silencio más allá del enroque en la ley y dejar que Mas et alter se den el porrazo solitos, ha sido una táctica eficaz, como ya es notorio, y que, además, salvaguarda un principio: el presidente legítimo de una nación no debe responder a un envite (a una embestida, más bien) absolutamente ilegal. Simplemente, no procede. Lo que ocurre es que la naturaleza del envite (o de la embestida, insisto) no hace políticamente inteligente -al contrario- esa actitud: se está impugnando la unidad nacional y se está haciendo desde unos sentimientos -en absoluto desde una razón- muy bien cultivados durante treinta años y abonados con una crisis que ha llevado a unos a la desesperación y a otros a la desesperanza. Ante eso, hay que dar una respuesta, hay que ofrecer una alternativa. Los que saben de ajedrez, no ignoran que una defensa siciliana es férrea y muy eficaz, pero que, por sí misma, no gana la partida y que, si no hay una táctica de ataque, la defensa acaba siempre siendo, a la postre, derribada. Rajoy y su banda de tecnócratas ultraliberales no ha sabido ofrecer esa alternativa, dotar de contenido político a su cerrojazo. Que es el problema -uno de los problemas- de futuro del Gobierno de Rajoy: la tecnocracia, sin contenido político, carece de continuidad.

El problema que se ha generado en Cataluña se va, pues, resolviendo. Quizá quede aún un largo período de fuerte estruendo del batir de olas contra los escollos, pero ya está claro que ni los escollos se van a mover ni las olas van a inundar el paseo marítimo (a lo sumo, lo mojarán un poco): no va a haber consulta, no va a haber elecciones plebiscitarias y Rajoy no parece dispuesto a consentir ni siquiera un numerito próximo a lo circense tipo lo de Arenys de Munt. Punto final.

Perdón... ¿punto final?

No, en absoluto. Quedan aún -quizá sumergidos, invisibles, pero ciertos- muchos problemas sin resolver. El sentimiento sigue ahí. Y el sentimiento no es solamente el independentismo puro y duro sino el desarraigo hispánico de mucha gente que no es independentista -porque no le ve el qué a la independencia- pero que, de hecho, tampoco siente ninguna vinculación con la idea de España. Es unitarista por puro sentido práctico; pero si el sentido práctico llega a cambiar de orientación, no le dolerán prendas en militar en el independentismo.

Queda, claro está, el independentismo puro y duro que, aunque minoritario (vuelvo a repetir por enésima que su mejor techo electoral en circunstancias más o menos normales nunca alcanzó el 20%) sí tiene -como se ha visto- una enorme capacidad de activismo y una cierta cuota en el pastel de la sociedad civil y, por ello, una cierta capacidad de financiación. Es verdad que para la asonada que ahora empieza a terminar ha contado con recursos públicos abundantes -en especie y en metálico-, pero su capacidad de maniobra financiera en circunstancias normales no es desdeñable. Tiene, además, perspectiva de crecimiento, por lo que sigue...

Quedan las generaciones futuras. Hemos podido constatar, con el meneo que hemos sufrido, que la zapa ideológica que se ha practicado en la escuela de Cataluña en los últimos treinta años ha dado excelentes resultados: se ha conseguido que importantes proporciones de la población menor de 40 años pertenezca a uno de los dos grupos expuestos dos párrafos más arriba y, por tanto, la población independentista o utilitario-unitarista aumentará e irá ocupando cada vez más amplias cuotas de la sociedad y del poder, en tanto que la población hispanista, falta de referencias en la propia Cataluña, irá descendiendo progresivamente. Tenemos, pues, un problema en la escuela catalana que hay que resolver. ¿Cómo? No lo sé, la verdad, no tengo pócimas amarillas para todo. Pero el problema está ahí y hay que afrontarlo. «Afrontar», por cierto, viene de hacer frente, aviso, no es ignorarlo y dejar que vaya pasando; no es ponerse de culo ante el problema.

Queda un problema politico muy gordo que, ese sí, se lo han buscado los independentistas y tendrán que resolver ellos. Muerta la vía directa, el nacionalismo buscará, lógicamente, la negociación y la obtención de retribución entrando en una futura reforma constitucional (no sé si muy lejana o muy inmediata, pero que yo doy por segura). Aquí nos planteamos dos derivaciones del problema; una, de menor cuantía: ¿hay que premiar con mayores ventajas competenciales y económicas la intentona separatista? Y otra que es verdaderamente importante: ¿dónde está el punto límite de satisfacción de los nacionalistas? ¿Y qué credibilidad tienen en una negociación, en un consenso constitucional? Porque hemos visto con qué habilidad -pese a ser un concepto absolutamente cutre y salchichero- han vendido que la ley no puede estar por encima de los deseos del pueblo. ¿Qué ley se puede pactar con quienes pasan de ella a su conveniencia con una demagogia de andar por casa y mediante falacias de colegial que, pese a todo, logran que esa demagogia sea operativa?

Esto sí que lo veo gravísimo y difícil de solucionar: lo del premio se arregla con generosidad, pero la credibilidad en la negociación de las leyes es un escollo muy difícil de remover. Se pacte lo que se pacte (estado autonómico con más competencias, mejor financiación, estado federal, estado sinfederal...) da lo mismo: el nacionalismo jamás quedará saciado y el independentismo, cuando le convenga, tirará del comodín de impugnar la ley ante los deseos del pueblo. Es absurdo, pero ya hemos visto cómo lo hacen funcionar con un mantra tan simple como estúpido, si bien se mira: volem votar.

Demasiado arroz para tan poco, insípido y pasado pollo como son Rajoy y su banda. Y lo malo es que tampoco se ve mucha ave en los demás partidos, envueltos prácticamente todos ellos (y sin olvidar a los sindicatos) en la corrupción sistémica que nos aqueja. El Régimen del 78 ha perecido ahogado en sobres, cuñados, tresporcientos, tarjetas negras, andorras, Jaguares modelo Lourdes (o sea, que aparecen inopinadamente en un garage), palaus, EREs y demás especialidades. La habilidad del independentismo catalán ha estado en cantar las cuarenta en este ambiente de corrupción y de naufragio (aunque en sus propias filas no hayan faltado muestras ilustres de eso mismo). ETA intentó el separatismo armado y causó mucho dolor, pero chocó contra un Estado fuerte, políticamente bien fundamentado, y se estrelló rompiéndose en mil pedazos. El separatismo catalán ha sido más cuco: ha aprovechado el momento en que la cimentación política del Estado está prácticamente liquidada, corroída en sus propias cepas. Su «Ara o mai» es tan ilustrativo como cierto. No lo ha conseguido pero, al contrario que el independentismo vasco, se ha mantenido incólume y aún fortalecido. Si el Estado no se rearma políticamente más pronto que tarde, la próxima intentona no tardará en llegar. Y será más dura y más peligrosa.

Urge una nueva Constitución o de esta no salimos.

¿Alemania es culpable?

Aunque el fraude nacionalista es la cimentación intelectual de los procesos que están viviendo Escocia (donde el subidón ha terminado y el soufflé ha bajado casi del todo) y Cataluña (aún pendiente de llegar a su punto álgido) tienen orígenes muy concretos e inmediatos: el hartazgo ante una clase política y la desesperación ante una política que se ha cargado más de cuarenta años de estado del bienestar. Cameron y sus torys y Rajoy y sus ultraliberales de horca y cuchillo están en el penúltimo escalón que ha llevado a Escocia y a Cataluña a la ira independentista.

Parece que esta es la lectura que se está empezando a hacer ahora, sobre todo mirando a Escocia, donde, calmadas las aguas, los daños pueden empezar a ser evaluados desde el sosiego. Pero, dicho sea con toda modestia, hace más de un año que esto lo vengo diciendo yo: no hay más que ir hacia atrás en la serie Suspiros de España de este mismo blog para constatarlo.

La ciudadanía de Escocia y Cataluña, en su desesperación, encontró el agujero de la independencia y, oye, mira, de perdidos al río. Otros desesperados no tienen ese agujero y por eso se inventó Podemos (ilustrativamente, Podemos no tiene tanto predicamento en Cataluña como en otras zonas de España y, probablemente, se vestirá o aliará con la marca autóctona Guanyem). Sólo esto puede explicar que el independentismo, cuyo techo más triunfal no había pasado jamás del 20 por 100 en momentos de vorágine -ordinariamente oscilaba entre el 15 y el 18 por 100- alcance ahora las cotas que le dan las encuestas. Si creemos las encuestas, claro: las cifras que he dado yo (de memoria, eso sí) proceden de elecciones anteriores al 2010 y en relación al voto emitido. Pero, con las encuestas más o menos manipuladas o no o todo lo que se quiera, sería del todo infantil negar que el independentismo, el neoindependentismo, mejor dicho, ha crecido exponencialmente en muy pocos años. Por ello no sorprende que las señoras estas que dirigen el cotarro aquí hayan lanzado su particular «¡No pasarán!» con la consigna «¡Ara o mai!» («ahora o nunca»). Ya lo pueden decir, ya: si la unidad de España sale viva de esta, el independentismo va a tardar muchos años en estar en condiciones de montar otra zalagarda como la actual, aunque indudablemente seguirá presente en la vida política catalana (y española) y seguramente con un cierta fuerza (mayor, desde luego, de la que tenía antes). Que me da la impresión que es, en el fondo, lo que verdaderamente se pretendía.

Veo, pues, que unos cuantos plumillas son -como yo- de la opinión de que una vez apartados de en medio los ultraliberales y sus políticas antisociales, las aguas del independentismo, aunque crecidas ya de manera permanente, volverán a su cauce. Y que nadie se haga ilusiones: el independentismo (en Cataluña, como en el País Vasco, en Escocia, en la Bélgica flamenca, en Córcega y en algunos lugares más) no desaparecerá sino tras un largo proceso de alcance histórico de transformación de Europa, transformación que habría de alcanzar a la concepción misma del continente. Así que, si se quiere acabar con el independentismo, habrá que ir enterrando definitivamente a De Gaulle y empezar a modelar una Europa en el que los actuales estados y naciones vayan perdiendo vigor en favor del hecho común, comoquiera que se articule políticamente.

Siendo esta la causa del estallido nacionalista, está claro que si Cameron y Rajoy son los penúltimos peldaños, tiene que haber un último: la canciller Merkel, a mi modo de ver una condottiera liberal en la misma medida en que lo fue Margaret Thatcher (a su semejanza, aunque no tanto, quizá, a su imagen) y sus políticas llevadas a efecto treinta años después. Las postración a la que ha sometido a Europa a beneficio de su propio nacionalismo germánico y, sobre todo, a los intereses de los bancos alemanes, causantes de la burbuja que nos llevó a todos a la ruina, al inundar Europa de dinero fácil para reclamarlo perentoriamente después, cuando ya el dinero era difícil y caro. Un negocio redondo. Pero es que, además, las propia clase media alemana ha sufrido también, quizá en distinta medida, los recortes y la brutalidad que han padecido las clases medias de la Europa del Sur y -ahora se está viendo también- de Francia y algún otro país (aparte de los antiguos de la órbita soviética).

Puede parecer esto llevar las cosas muy lejos, pero si se quiere una pluma de alcurnia que venga en coincidir -al menos, en uno de los penúltimos escalones citados- puede leerse este artículo de Pedro J. Ramírez en «El Mundo», del cual subrayo este párrafo (que es el que interesa a los efectos de este post): «Lo peor en la guerra es equivocarte de adversario. Es cierto que el PP, y en menor medida el PSOE, también están contra el separatismo, pero, según me ha contado el arponero, ha sido su usurpación de los derechos de participación política de los ciudadanos -el rapto de la bella Helena- y su negativa a devolverlos lo que en definitiva ha alimentado la infección que padecéis». Blanco y en botella.

Los daños han sido grandes. Pero los daños de la intentona nacionalista -que, en Cataluña, aún está pendiente de culminar y de resultado incierto, en términos de fractura social- no son sino una consecuencia de los daños aún mayores de una política enloquecida, de un atraco -materialmente- a toda una ciudadanía y de una cesión del poder y de la iniciativa política a las grandes corporaciones financieras.

Es inútil intentar curar los daños del famoso órdago separatista si no se curan primero los que han llevado a él.

¿Y después?

Me llama mucho la atención un artículo de Anna Grau en «Crónica Global», ya en cuyo título se pregunta, muy acertadamente, de qué van a hablar Mas y Rajoy, porque ella, como yo, no ve qué tienen de negociables ambas posturas: Mas quiere (y no le queda más remedio que) negociar una consulta sobre la que Rajoy ni puede ni quiere ni debe negociar. Entonces ¿qué hacemos?

Lo único que se me ocurre en plan práctico -escenificaciones de intolerancias aparte- es que busquen juntos una solución para que Mas pueda retirar su órdago con alguna dignidad, pero si se supone que ello debe comportar la salvación política de Mas, lo veo dificilísimo. A Mas lo veo condenado a muerte [política] desde que esto empezó: emprendió una huida hacia adelante y las huidas hacia adelante siempre acaban en tortazo. Consciente de eso, dudo de que Mas busque retirar nada, puestos a morir... ya se dice que, de perdidos, al río. Rajoy, por su parte, no puede moverse ni un milímetro de su postura de no tolerar la consulta, referéndum o Pepito, llámalo como quieras. No puede porque se lo impide la Constitución, se lo impide el partido y se lo impiden los cada vez más escasos votos que aún aspire a conservar: si da pie a la menor grieta en Cataluña, también estará muerto políticamente y él sí que puede aspirar aún a una cierta supervivencia. Por tanto, los dos vienen con posiciones previas e inmutables: ¿de qué pueden entonces hablar? Lo que va a ocurrir, pues, está cantado: se va a escenifiar un fracaso, con ambas partes atribuyendo la culpa a la intransigencia de su contraparte; «yo he venido a negociar -dirán los dos en su única coincidencia- y he cumplido. Es el otro el que se encastilla en sus posiciones de forma radical e intransigente».

Por tanto, parece claro lo que va a suceder hasta el 9 de noviembre: tira y afloja diversos de cara a la galería hasta la prohibición final -ejecutiva o judicial por vía del Constitucional- de la consulta, acontecimiento que los separatistas tienen descontado ya y quizá provisionado en su contabilidad política. Lo que pasará después sólo lo saben ellos (supongo: se habla de planes B como de culos, todos parecen tener uno, pero nadie suelta prenda sobre su contenido, más allá de las famosas elecciones plebiscitarias) pero es de prever que la tensión se mantenga o se incremente. A ver por dónde salen porque tengo para mí que muy amplios sectores de CiU no están por la labor de semejantes elecciones y, en el mientras tanto, Mas podría intentar llevar la legislatura hasta su final, cosa que sólo podrá hacer con permiso de ERC. Un lío para tirarse de los pelos, porque se supone que ERC estaría por elecciones anticipadas y plebiscitarias (vive su momento más dulce, en cuanto a pronósticos electorales; tanto que esperar su incremento futuro es una apuesta de riesgo si, como parecería, ha podido alcanzar ya su techo).

Y a medio y largo plazo, nadie sabe cómo evolucionará esto. Muchos piensan -yo también- que si realmente se va remontando la crisis y ese remonte se percibe en la calle, el sector iracundo del separatismo (el independentismo sobrevenido por ira hacia el Estado, no por convencimiento intrínseco) irá enfriándose, tanto más en cuanto que dicho sector carece de fondo para sostener la reivindicación muy allá en el tiempo (ocasionalmente, da la impresión de que el soufflé va bajando). Por más que la ANC intente mantener la tensión con movidas diversas, ese sector sobrevenido lo que quiere son resultados en su situación económica, personal y familiar; si no vienen o se obtienen por otro lado, abandonarán la causa. Ya decía Horacio aquello de ira furor brevis est.

Pero si las aguas llegan a volver a su cauce -cosa que está por ver, pero supongámoslo como hipótesis de trabajo- este órdago, este desafío, se habrá producido de todas maneras, habrá sido un hecho, El Gobierno de Cataluña y su Parlamento habrán estado al borde de la sedición (partiendo de la base actual de que se quede al borde). Y eso nos debe llevar a algunas reflexiones:

1. Siempre he propugnado la generosidad en la victoria, como norma vital general (aunque, en el caso que nos ocupa, difícilmente podrá hablarse de victoria). Siempre he dicho que Cataluña debe ser tratada, en su incardinación en España, de un modo especial (que no sea así es una de las explicaciones de que hayan pasado cosas como las que han pasado... y pendientes aún de las que están por pasar). Y lo sigo propugnando y diciendo. Pero también es verdad que una extorsión como la que se ha intentado no puede resultar premiada ni siquiera en mera y simple apariencia. Es una mosca difícil de atar por el rabo, pero la veo así: por un lado, hay que mejorar la situación de Cataluña en el contexto español; por otro lado, no puede permitirse que lo que ha pasado reporte beneficios a sus autores y partidarios.

2. Hemos constatado que el nacionalismo es insaciable. Nunca tiene bastante y cuanto más se le da más quiere. Pareció que con Jordi Pujol se hizo un pacto de alcance, a base de librarlo a él de su implicación en el caso Banca Catalana (vaya, implicación no: él era el caso Banca Catalana) con la condición de que mantuviera al nacionalismo dentro de límites aceptables y en el ámbito constitucional. Pero ha bastado que desaparezca Pujol del poder político (que no del social y económico) para que el pacto se rompa (había que ser iluso para pensar otra cosa) aprovechando la desesperación (y la desesperanza) que ha traído la crisis para amplias capas de la población catalana.

3. Los hispanistas nos hemos dejado colar goles importantísimos, nos hemos dejado arrollar estúpidamente por la Brunete mediática del nacionalismo, pero no ahora, sino desde hace más de treinta años. Que siendo el castellano el idioma mayoritario en Cataluña haya desaparecido de las escuelas más allá de constituir una asignatura de idiomas como pueden serlo el inglés, el francés o el alemán, es algo muy indicativo de lo que ha pasado y de lo que está pasando aquí. No pretendo que se invierta la inmersión lingüística y se cambie por la del castellano, en absoluto, ni pretendo dos circuitos diferenciados idiomáticamente en la educación, ni pretendo que se deje de otorgar una especial protección al catalán (toda vez que, siendo una lengua minoritaria frente a los grandes idiomas de comunicación, corre un riesgo cierto), pero está claro que el catalán y el castellano deben tener igual presencia en la cotidianidad educativa (que, es, por cierto, lo que se hace en todos los países bi o plurilingües). Por hablar sólo de ese ámbito en el que, por cierto, no se otorgó a nadie dret a decidir, ni consultas ni nada. La falsificación histórica flagrante -de la que en el contexto del prusés se ha llegado a extremos de delirio-, la pretensión de que España es un mero artificio político sin valor nacional, el expolio fiscal al que presuntamente se nos somete, son falsificaciones ante las que hemos claudicado cobarde y gratuitamente. Todos tenemos nuestra parte de culpa y si no la asumimos y no rectificamos, lo que ha sucedido en estos dos años -más lo que pueda suceder hasta que esta situación se reconduzca, si se reconduce- se repetirá fatalmente más temprano que tarde.

Por tanto, cuando haya pasado -esperemos que pase- esta ola, nada de volver a casa aliviados. Debemos ser conscientes de que, si salimos de esta, la próxima será peor. Y así sucesivamente hasta que acontezca lo irremediable, lo irreversible. Por tanto, debemos mantener tensa y activa la actitud crítica; las diversas plataformas que han nacido en defensa de una Cataluña hispana no deben deshacerse sino, muy al contrario, deben potenciarse y deben mantener altos niveles de actividad con la ayuda de todos y siguiendo sus tónicas actuales: fuerte argumentario cultural, reivindicación hispana incesante, ambilingüismo, respuesta intelectual a toda agresión independentista y mantenerse siempre dentro no sólo de la legalidad sino de un entorno de análisis y de estudio, dentro del activismo puramente mediático utilizando la calle como espacio reivindicativo en tono festivo. Dando ejemplo siempre de civilidad y de civismo, desdeñando el insulto, la sobaquina y la testosterona.

Argumentando. Es el arma más potente.

Independentismo y «radicalidad democrática»

Mi entusiasmo inicial por la plataforma Guanyem Barcelona, que fue enorme, convencido de que se trata de un potente chorro de aire fresco sobre la putrefacta ciudad de Barcelona, se deshizo completamente ayer al constatar su proximidad al prusés independentista.

Fue curioso. Durante la rueda de prensa de anteayer, los enviados del pesebre intentaron por todos los medios obtener la alineación o no de Guanyem Barcelona en la intentona separatista, y se les respondió que la plataforma recogía sensibilidades muy diferentes y que, por tanto, no iba a hacerse en aquel acto comentario alguno sobre el tema; que, en todo caso, al día siguiente, en declaraciones individuales, cada cual expresaría su postura personal sobre el asunto.

Y así fue. Ayer, Ada Colau (que, aunque pretenda lo contrario, es la impulsora, el corazón y la esencia del proyecto, por no decir que el proyecto es ella y que es la confianza masiva que se tiene en ella lo que confiere una enorme presunción de éxito -también electoral- a la plataforma) declaraba, tras dar no sé cuantos rodeos sobre si ella es o no es, que votaría Sí-Sí (es decir, la opción separatista absoluta). No me preocupó. No me preocupó porque, desde que empezó esta mierda, en todos los colectivos -incluso en los familiares- hay Sí-Sís, No-Nos, Sí-Nos, No-Sís y la intemerata. Lo que sí me preocupó es cuando dijo -lo leí posteriormente- que si el Gobierno central prohibía la consulta (en referencia a la cosa del 9 de noviembre), no sería CiU la que se rebelaría contra la prohibición: sería Guanyem. Bien: en estas circunstancias, yo quedo fuera. Y yo no soy importante, como persona individual, pero me da la impresión de que muchas personas -quizá algunas valiosas- van a acopañarme en esta actitud. Porque creo que la tradicional clientela de Ada Colau, de independentista tiene más bien poco. O nada.

Después he ido leyendo por ahí que, bueno, que Ada sostiene esa actitud como una manifestación de radicalidad democrática (Colau dixit) y que no tiene la menor intención de «participar en rifirrafes que enfrenten a Cataluña y España» (sic, también en «La Vanguardia»). Parecería consolador, sí, pero no acabo de verlo claro en absoluto, lo que ratifica mi idea de apartarme totalmente del invento, aún sosteniendo y reiterando -como no me duelen prendas en reconocer- que puede ser un verdadero chorro de aire limpio sobre Barcelona. Pero el precio me parece demasiado caro. Tratar de evitar una catástrofe social mientras se participa en la promoción de una catástrofe histórica, me parece contradictorio y absurdo.

Sobre todo porque la catástrofe histórica iba a mantener completamente vigente -y probablemente, empeorada- la catástrofe social. Una de las cosas que aún me cuesta creer de toda esta alucinación kafkiana de la independencia es que la gente se haya tragado ésta como la gran solución de nuestros problemas, cuando todo este dichoso prusés viene patrocinado precisamente por los mismos que han causado estos problemas y que se enriquecen con ellos. CiU es el partido de la ultraburguesía, es el partido de las 400 familias que dominan y controlan (y explotan) el cotarro en Cataluña, es el partido paradigmáticamente iluminado por el saqueo del Palau. Boi Ruiz, el capitoste de la patronal de la sanidad privada puesto al frente de la sanidad pública (una auténtica materialización del cuento del zorro puesto a guardar el gallinero) que, bajo el tapete de las maravillas de la independencia está destrozando y liquidando la sanidad pública catalana, otrora la mejor y la más avanzada de España, no es del PP, ni del PSC: está ahí puesto por CiU y procede de la sociología de CiU. ERC, auténtica dominadora de la situación política catalana (y por tanto, responsable de la misma) no nos ha librado de un sólo recorte; hay hambre en Cataluña, y hay desnutrición (no malnutrición) infantil; hay desahucios; hay un paro brutal, tremendo; hay un futuro negro para la juventud; y ERC no ha contribuido en nada para aliviar esta situación. Al contrario. Y cabe recordar, además, que ERC formó parte muy principal de los dos tripartits que saquearon sistemática y brutalmente la Generalitat de Catalunya, y su gente no quedó nada atrás vaciando cajones. La propia CiU los había acusado continuamente de ello... hasta que se asoció con los asaltantes para pergeñar el nuevo asalto, esta vez no a la Generalitat sino a Cataluña entera. El botín, pues, parece que va in crescendo.

Y la gente soberanista, oye, encantadísima, la mar de convencida de que CiU y ERC van a ser los que nos den las longanizas con las que atar a los perros el día que logren, si lo logran, su Cataluña independiente. Y si ese día llega, ninguna Ada Colau nos va a librar de comernos un marrón igual, en el mejor de los casos, que el que nos estamos comiendo ahora.

Un seguidor de mi Twitter me decía esta noche que si busco un movimiento que vaya contra la Casta, contra el sistema y también contra el prusés, ya puedo buscarlo con un farol. Y fíjate que ha dado con la madre del cordero: efectivamente, la creencia de que el independentismo catalán es una opción antisistema cuando, en realidad, están pretendiendo, sin saberlo (bueno, algunos lo saben perfectamente), la implantación del más negro y retrógrado régimen burgués en Cataluña.

Ya se lo regalo. Enterito.

Imágenes: Escenas de «Tintín y los Pícaros» (Hergé-Casterman-Juventud)
Licencia: Copyright

Cayó el PSC

El prusés era imposible -o redondamente ridículo- si no integraba en él a los socialistas catalanes, una fuerza políticamente en horas bajísimas -coyuntura que no tendría por qué ser necesariamente perpetua-, pero con una importancia histórica de pasado y sociológica de presente más que significativa. Por eso no cesaron de segarle la hierba bajo los pies a Pere Navarro. No les costó mucho, porque el pobre tampoco iba muy allá y llevaba una empanada mental de mucho cuidado, con esa manía de no estar estando desde dentro pero fuera.

Bien: lo han conseguido. Se han cargado al pobre Pere y, en cuatro días, la beautiful de Sant Gervasi meterá al PSC de cabeza en la coalición independentista y todo el cinturón otrora rojo de Barcelona se puede encontrar con la barretina puesta a modo de gorro frigio, sin comerlo ni beberlo.

A menos, claro, que den el gran hostión en el PSC y pongan a Sant Gervasi a morder el polvo (tienen fuerza sobrada para ello, pero me pregunto si tendrán también cuadros que sepan aplicar correctamente esa fuerza). O bien que le regalen el PSC a esa especie de barrio chino perfumado del independentismo ¿sociata? y establezcan la marca PSOE en Cataluña, cosa que suscita, según todos los indicios, una fuerte división de opiniones dentro del partido.

Ellos mismos: pero que tengan claro que si abandonan el socialismo catalán a la tropa de Geli, Maragall y otras hierbas, estarán limpiando su propio culo con el papel de lija de la independencia.

Y no sé yo si tendrán sus hemorroides para esos trotes.

República

Tengo un sentimiento bastante encontrado en el tema de la república. Soy republicano porque pienso que ser monárquico en el siglo XXI es, para no utilizar palabras gruesas, retrógrado, desfasado y anacrónico. Aunque quizá las palabras gruesas serían más apropiadas, pero dejémoslo así.

Ahora bien, la palabra «república» no significa, en sí misma y en el contexto actual, más que ausencia de monarquía, con lo que la cosa queda un poco colgada. ¿De qué república estaríamos hablando? ¿De una república cuya diferencia con la monarquía sería la electividad del jefe del Estado? No sé si para este viaje harían falta alforjas: para mantener un elemento inútil, lo mismo da que sea el mismo, con caráctrer hereditario y vitalico, que un tío o tía que pudiéramos cambiar cada X años. En puridad. Si hablamos, en cambio, de una república presidencialista, ya es otra cosa. Pero... ¿qué tipo de república presidencialista? ¿Una en la que el presidente es, a la vez, el jefe del Gobierno -como en Estados Unidos- u otra en la que el presidente y el jefe del Gobierno tienen competencias propias e incompatibles entre sí, como en Francia?

Personalmente, hace mucho tiempo que tengo decidido que no pienso votar ninguna opción -ni república, ni independencia (en caso de que llegara ésta a consulta legal) ni ninguna otra cosa- si no llevan grapado un completo proyecto constitucional. Porque si aún con el completo proyecto constitucional me la pueden dar con queso, figúrate sin él.

En España, tenemos un problema con esto de la república, y un problema grave. Con más o menos simpatías que algunos le puedan tener a Juan Carlos por aquello de que trajo (?) la democracia (?), es decir, por encima del fenómeno de juancarlismo sobre monarquismo cabe admitir que la mayoría de españoles es republicana, pero, como pasa con la monarquía y Juan Carlos, se trata de un republicana, sí, pero....

Aunque pretenda negarse y se vendan torticeramente sus maravilosas e infinitas virtudes, la cuestión cierta es que muchísimos españoles guardan de la IIª República una memoria y una imagen -propia o heredada- fatales. Yo diría que espantosa. Lo cierto es que por más que se empeñen muchos corifeos republicanos -haciendo flaco favor a su aspiración y a su idea, y, de paso, a la mía- la IIª Repúblcia fue un desastre de principio a fin. Que vale, que sí, que hizo cuatro cosas culturillas muy interesantes y que promocionó a la mujer y le dio el voto... Es verdad, pero esto me suena a cuando se habla de Cuba en referencia a una estupenda estructura sanitaria (que, además, no es verdad, al menos del todo), como si ahí empezara y terminara todo y como si todo lo demás no fuera una completa mierda. La verdad es que la IIª República fue un caos completo entre tiros a la barriga, sanjurjadas, seisdeoctubres, frentepopulares y bueno, su final -me refiero a los meses inmediatamente anteriores a julio de 1936, porque lo que vino después ya fue inenarrable y me niego, por puro republicanismo, a considerarlo como república, al menos en el sentido normal de la palabra- fue un desbarajuste y una barbaridad que constituyó el perfecto caldo de cultivo de la sublevación que acabaría con ella. No digo que la república fuera, propiamente, culpable de la sublevación, pero por su propia imprudencia, por su propio descontrol, abonó el terreno para que ésta se produjera.

Cuesta mucho, muchísimo, convencer a un gato escaldado de que se meta en agua fría, pero sólo un poco menos que convencer a muchísimos españoles -yo creo, y me disgusta, pero es así, que son mayoria- de que una IIIª República no tendría que ser como la del 31. Porque, además, tampoco el pueblo español es hoy aquel pueblo analfabeto y levantisco de los años 30, tal como se vio en la transición y, en lo referente a levantisco, tal como se está viendo en el cabestrismo con el que ahora está tragando carros y carretas.

Lo peor es que muchos de los republicanos que salen a la luz -y sospecho que la mayoría de los que se echaron a la calle anteayer- más que republicanos parecen, con demasiada frecuencia, segundarrepublicanos, cosa que hay que reconocer que produce repelús. Me lo produce incluso a mí.

Creo que nada podría ser más desastroso para España, en términos históricos, además de los obvios, que una IIIª República que fracasara; y más aún si esa IIIª fracasara por motivos iguales o similares que los que dieron al traste con la IIª.

Por lo demás, veo también demasiado oportunismo en lo de anteayer, demasiado desahogo de una ira, más que justificada, eso sí, pero que por eso mismo, por esa misma ira, lleva a las sospechas de segundarrepublicanismo. A la IIIª República, justa y necesaria, hay que llegar tras un debate sosegado entre todos los españoles, un debate en el que se hable de proyecto, en el que se diseñe la morfología de esa república, diseño lo suficientemente explícito e inequívoco para que de él pudiera deducirse un proyecto constitucional adecuado y ajustado; un proceso, un debate -no una algarada- que llevara a esa IIIª República sin mayor trauma que el de una dinastía haciendo las maletas. No creo que unos pocos años más de monarquía, después de lo que llevamos ya tragado, sean un precio demasiado caro por hacer las cosas bien.

La semana pasada se hablaba desde el poder y desde los medios pesebreros de dar unos retoques a la Constitución. Tras el anuncio de la abdicación del rey (no se ha producido todavía), parece, de pronto, que tengamos una Constitución nueva y la IIIª República a la puerta de casa. La primera es imprescindible a plazo medio: el tinglado de 1978 se ha derrumbado y ya no lo solucionan unos retoques; ni siquiera Rajoy ha negado redondamente la posibilidad, se ha limitado a decir tres tonterías con la boquita pequeña, pero es bastante probable que las Cortes que salgan de las elecciones de 2015 sean pre-constituyentes y hayan de disolverse anticipadamente para votar, entonces sí, unas Cortes constituyentes como la copa de un pino. A menos que nos den el timo de la estampita, como hicieron en 1977 y unas Cortes normales, votadas como tales, se autoinstituyan en constituyentes; pero eso no sé si lo aguantaría la calle, en este país vete tú a saber...

Menos impaciencias: yo estoy convencido de que la república, hoy, perdería un referendum. Y por goleada, además.

Lo de la república es muchísimo más complicado: por más que las cifras de hace dos días fueran apreciables -las realidades son las que son- no podemos perder de vista que decenas de miles no son centenares de miles y menos aún millones. En este caso no es tan demagógico acudir al concepto de mayoría silenciosa, quizá porque, además, no lo es tanto: las redes sociales bajan tan llenas de republicanismo como de anti-republicanismo, lo cual me suena a fractura severa -y quizá a algo peor- como la historia republicana se quiera llevar adelante, ahora o a corto plazo, contra viento y marea.

Este país tiene que aprender a reflexionar, que por ahí nos las dan todas.

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